No se tiene registro de que algún gobernante haya ganado o perdido el favor popular por una conferencia de prensa. Por suerte, los ciudadanos forman su juicio por múltiples factores, en especial en defensa de sus intereses, valores y creencias. En paralelo, no hay gobierno en la tierra que no deba comunicar obsesiva y cotidianamente como parte de sus deberes y como recurso para sostener su legitimidad. Estos dos principios (muy generales) chocan en algún punto. Sucede que la conferencia de prensa es un género mediático en el que el político, máxime si se trata de una Presidenta, arriesga más de lo que puede ganar. Un exabrupto, una cavilación o un error pueden multiplicarse a la enésima potencia. Trastabillar es factible y nadie dejará de percatarse.
Como alivio para el entrevistado, la conferencia masiva es menos incisiva que otros formatos, por ejemplo, que un buen reportaje realizado por uno o más periodistas con tiempo y preparación suficiente, que propicia la ilación para tratar un tópico a través de preguntas encadenadas. O una conferencia con temática más acotada. Al cronista le parece que desde el punto de vista informativo, la conferencia a agenda abierta es un abordaje parcial, como todos. En su modesto juicio, para nada el más rico.
Visto desde un ángulo competitivo, es un juego que el protagonista debe asumir con ánimo bilardista o cuanto menos prudente: es más importante evitar sufrir goles que marcarlos. En base a ese esquema realista, la impresión del cronista es que Cristina Fernández de Kirchner salió entera de su primer entrevero, más allá del agrado o disgusto que pudieron causar sus afirmaciones. Más aún, mirando el saldo que dejó ayer la novedad de Olivos, la pregunta que debería hacerse la Presidenta a sí misma es por qué retrasó tanto tiempo el ejercicio, que (con sus ripios y sus límites) mejora el intercambio democrático.
Mario Wainfeld.Página 12, 03/08/08
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